lunes, 11 de mayo de 2009

El sueño de la tieta

María Lourdes llegó aquella tarde a casa más cansada que de costumbre. Había tenido un día duro en el trabajo y la noche anterior se había quedado leyendo hasta tarde. Al salir de la agencia aún le quedaba media hora hasta llegar a la parada de autobús más cercana. Arrastró sus pies calle arriba, agarrando el maletín con ambas manos. Quien se cruzaba en su camino la esquivaba, ya que era evidente que ella no podría hacerlo. Debía emplear las pocas fuerzas que le quedaban en caminar en línea recta si quería llegar a casa sin desvanecerse en mitad de la acera. Para su suerte el autobús llegó en seguida. Al subir comprobó que todos los asientos estaban ocupados. Se colocó cerca de las puertas de salida. Cabizbaja, pasó su brazo derecho por la barra de acero frío y, hasta llegar a su parada, dejó pasar los minutos sin existir, sin pensar, a duras penas respirando. Aquel día todo a su alrededor se movía vertiginosamente, mucho más rápido que de costumbre.

Cuando por fin entró en casa, dejó el maletín en la entrada. Con su mirada fija en el sofá (que aquella tarde parecía aún más confortable y apacible que otros días) se desabrochó los dos primeros botones del pantalón. Cerró los ojos y anduvo de memoria por la alfombra. Se quitó los zapatos en mitad de camino. Se dio media vuelta a la altura del sofá y se dejó caer como un peso muerto, haciendo que crujiese la estructura. Una vez sentada, la cabeza cayó hacia atrás por inercia. El sueño adormecía sus sentidos y el descanso lo envolvía en una burbuja intangible. Su espalda reptó inevitablemente por el respaldo del sofá hasta caer sobre su costado. Su brazo quedó por detrás de su cabeza y su oreja recostada en su axila. Aunque en circunstancias normales es una postura incómoda, una fuerza muy superior a la suya le impedía moverse. Se podría decir que era un títere abandonado, ya que la vida de sus brazos y sus piernas parecía no pertenecerle. Y es que el cuerpo humano no es compacto: del tronco salen extremidades, cuello y cabeza, que no son sino las flores que salen en una patata redonda, lisa, homogénea. Aquella tarde soñó que podía desenroscar sus extremidades a la altura de las ingles y de las axilas, sin dificultad, sin dolor. En su sueño, con las piernas y los brazos amontonados al otro lado del sofá, descansaba plácidamente. Sin embargo, la realidad era bien distinta.

Al despertar ya era medianoche. María Lourdes quiso alcanzar el vaso de agua que quedó en la mesa la noche anterior. Al comprobar que no lo alcanzaba se extrañó, y comprobó que sus brazos habían quedado completamente insensibles. Ni si quiera sentía el insufrible hormigueo. Sabía que sus brazos dormían, pero no que soñaban con poder ser de rosca. Ellos también querían descansar sin la molestia de estar pegados a un cuerpo.