domingo, 19 de julio de 2009

Sala Dividendos

Con una mano cerró la puerta, y con la otra desabrochó su cinturón y el primer botón del pantalón. Al mismo tiempo levantó la tapa del váter con la punta del zapato, y comenzó a mear antes de que su pene apuntase a la dirección correcta. El papel que descansaba seco a orillas del agua turbia no tardó en humedecerse, y resbalar hasta el fondo. Aquello olía fuerte. Era un olor que procedía desde lo más profundo de las entrañas, como si al salir hubiese removido rincones obviados por su organismo. Y sentía un primitivo placer, que provocaba que todo su vello corporal se erizase, desde el coxis hasta su nuca.

Salía constante en la presión, provocando un maremoto dorado en la superficie de agua turbia. Apretó las nalgas, para ver si así conseguía que saliese con más presión. De su pene comenzó a salir un géiser de bolsillo. No podía creer que todo el líquido que contenía estuviese saliendo por fin. Paralelo al potente chorro se derramaba un constante goteo que caía en picado, gotas que caían por su propia cuenta. Pasaron los minutos, y no cesaba, y se apoyó con la mano que le quedaba libre en la pared de azulejos que fueron blancos, con la cabeza gacha.

Pasaron las horas, y empezó a sentir que las piernas se le estaban quedando dormidas, y que su espalda empezaba a encorvarse. Su cuerpo encontró singularmente una postura cómoda. Tuvo mucho tiempo para pensar, todo el tiempo del mundo. Y pensó en Alfonsina, que lo esperaba en la barra, congelada en mitad de una conversación. Toda la noche parecía salida de un guión de cine, pero Alfonsín era tímido, y se sentía sobrecogido. Quería expulsarlo todo, y que cesase el tremendo revuelo que tenía lugar en su estómago desde hacía semanas.

Por fin lo expulsó. Escurrió las últimas gotas. Al salir del servicio sintió frío. No había ni rastro de la música, ni un solo eco. Uno de los camareros accionaba el lavavajillas, el otro secaba las copas con un trapo viejo. Preguntó si no habían visto por allí a una chica con el pelo corto que vestía jersey rojo de cuello alto. Se limitaron a responder que hacía una hora que habían cerrado, y que debía abandonar la sala. Alfonsín notó como una última gota le mojaba el calzoncillo, y se marchó a casa.

Mientras cruzaba la puerta que daba a la calle, Alfonsina se entretenía en el servicio de chicas, quitando bolitas a su jersey rojo. El cuello alto empezaba a agobiarla. Tenía entumecidos los muslos. La meada de Alfonsina, sempiterna, irritaba su vagina después de horas de humedad. Parecía no tener fin, pero su imaginación sí.

lunes, 11 de mayo de 2009

El sueño de la tieta

María Lourdes llegó aquella tarde a casa más cansada que de costumbre. Había tenido un día duro en el trabajo y la noche anterior se había quedado leyendo hasta tarde. Al salir de la agencia aún le quedaba media hora hasta llegar a la parada de autobús más cercana. Arrastró sus pies calle arriba, agarrando el maletín con ambas manos. Quien se cruzaba en su camino la esquivaba, ya que era evidente que ella no podría hacerlo. Debía emplear las pocas fuerzas que le quedaban en caminar en línea recta si quería llegar a casa sin desvanecerse en mitad de la acera. Para su suerte el autobús llegó en seguida. Al subir comprobó que todos los asientos estaban ocupados. Se colocó cerca de las puertas de salida. Cabizbaja, pasó su brazo derecho por la barra de acero frío y, hasta llegar a su parada, dejó pasar los minutos sin existir, sin pensar, a duras penas respirando. Aquel día todo a su alrededor se movía vertiginosamente, mucho más rápido que de costumbre.

Cuando por fin entró en casa, dejó el maletín en la entrada. Con su mirada fija en el sofá (que aquella tarde parecía aún más confortable y apacible que otros días) se desabrochó los dos primeros botones del pantalón. Cerró los ojos y anduvo de memoria por la alfombra. Se quitó los zapatos en mitad de camino. Se dio media vuelta a la altura del sofá y se dejó caer como un peso muerto, haciendo que crujiese la estructura. Una vez sentada, la cabeza cayó hacia atrás por inercia. El sueño adormecía sus sentidos y el descanso lo envolvía en una burbuja intangible. Su espalda reptó inevitablemente por el respaldo del sofá hasta caer sobre su costado. Su brazo quedó por detrás de su cabeza y su oreja recostada en su axila. Aunque en circunstancias normales es una postura incómoda, una fuerza muy superior a la suya le impedía moverse. Se podría decir que era un títere abandonado, ya que la vida de sus brazos y sus piernas parecía no pertenecerle. Y es que el cuerpo humano no es compacto: del tronco salen extremidades, cuello y cabeza, que no son sino las flores que salen en una patata redonda, lisa, homogénea. Aquella tarde soñó que podía desenroscar sus extremidades a la altura de las ingles y de las axilas, sin dificultad, sin dolor. En su sueño, con las piernas y los brazos amontonados al otro lado del sofá, descansaba plácidamente. Sin embargo, la realidad era bien distinta.

Al despertar ya era medianoche. María Lourdes quiso alcanzar el vaso de agua que quedó en la mesa la noche anterior. Al comprobar que no lo alcanzaba se extrañó, y comprobó que sus brazos habían quedado completamente insensibles. Ni si quiera sentía el insufrible hormigueo. Sabía que sus brazos dormían, pero no que soñaban con poder ser de rosca. Ellos también querían descansar sin la molestia de estar pegados a un cuerpo.

lunes, 20 de abril de 2009

Palindromía

Siento anticipar el final. Murió. Disparó el revólver contra el cielo de su boca. Antes de apretar el gatillo, robó el revólver a su padre. Una hora antes aprovechó que su padre había salido de casa temprano para buscar el arma por todos sus cajones. El fin de semana antes de morir había tomado la decisión de suicidarse. Durante la semana anterior a ese fin de semana había buscado cuál era la forma menos dolorosa de quitarse la vida. Un mes antes, el Doctor Fargas le comunicó que le quedaban tan sólo unas semanas de vida, y justo un minuto antes le dijo que habían estado analizando las radiografías y habían detectado un tumor alojado en su laringe en estado avanzado. Ese mismo día su padre llegó a casa con el revólver guardado en una bolsa de deporte, sin decir nada, pero olvidando la factura encima de la mesa del salón.

No mucho tiempo antes un resfriado mal curado había sido lo más grave que le había ocurrido al protagonista. Solo hacía unos años desde que presumió ante sus amigos de tener una salud de hierro. Ya en el instituto, en las excursiones al bosque, siempre había sido quien más alto subía al árbol, quien caminaba por el terreno más escarpado sin caer, el primero que se lanzaba al lago. En el colegio todos lo querían para su equipo de fútbol, y todas lo buscaban cuando había que sentarse por parejas en clase. En la guardería tenía el pelo rubio amarillento, y convencía con su carisma a sus compañeros a abrir el corral de las gallinas y dejarlas que se escapasen. En el carrito de bebé recibía piropos de todo el pueblo. Todos apretaban sus cachetes, todos le decían en un tono ridículo lo guapo que era. Tumbado en su cuna era observado mientras dormía, y le acariciaban su pelo rubio incipiente. Todas las enfermeras querían tenerlo en brazos el día que nació en el Hospital Octubre. Toda la familia acariciaba la barriga de su madre mientras él pataleaba en su interior con fuerza.
El espermatozoide más rápido llegó al óvulo. Aunque ese día, en el que tanto su padre como su madre estaban de acuerdo en tener un hijo, él aún no existía. La semana anterior tampoco, cuando el padre insistía en que era lo mejor para los dos, que todo iría mejor. Ni si quiera antes de eso, cuando la madre se negaba en rotundo. Él estaba muerto bastante antes de nacer.