Nunca se han visto. Solo se encuentran en los reflejos, en la inevitable guerra de los espejos. Ya nacieron sincronizados en un baile paralelo, y difícilmente podrían haber evitado su enfrentamiento. Cuando algo cae del cielo es seguido por ambos con un movimiento mimético hasta el suelo. Lo que uno pierde de vista por su izquierda es aquello que el otro ha comenzado a ver por la derecha hace unos segundos. Los dos buscan con sus pupilas los mismos espacios, los mismos objetos, y ninguno de ellos quiere observar nada que no esté siendo observado por el otro. Se baten en una lucha reiniciada con cada parpadeo simultáneo. Conviven equidistantes, con movimientos ágiles, sin detenerse ni en sueños. Pero para mi sorpresa, aquella tarde acabó llorando justamente el ojo que quedó abierto en el guiño. Un segundo antes, a un metro de la puerta, los dos quedaron observando fijamente el mismo punto. La cerradura dorada de tornillos oxidados tentó mi curiosidad. Ambos querían ver qué ocurría dentro de la habitación. Solo uno de ellos podía hacerlo. El otro quedaría derrotado tras mis párpados por un azar que no merece. Tras apoyar mi nariz sobre la base de la cerradura, ganó esta vez el ojo derecho. Fue éste el ojo que vio lo que ocurría al otro lado de la cerradura. A pesar de su victoria, aquella tarde derramó lágrimas sin cesar. El ojo izquierdo nunca llegó a comprender que su derrota lo había salvado de contemplar aquella tragedia.
sábado, 29 de noviembre de 2008
Miradura
jueves, 20 de noviembre de 2008
el azar
Nos pasamos la vida intentando llenar de certidumbre el mañana. Planificamos con antelación para no errar. Queremos ser precabidos, queremos ser cautos, queremos controlar todo lo que nos depara el futuro. Creemos saber cómo hacerlo, y aconsejamos a la gente lo que debe hacer para conseguirlo. Creemos estar llenos de verdad, y rechazamos lo que no está escrito en nuestro dogma.
No hay cámaras ocultas, no hay detectives secretos con gabardina beige, no hay coartadas. No intentes comprenderlo, porque lo esencial se resiste a ser descubierto.
viernes, 17 de octubre de 2008
El chiste del gato
Un minuto antes de llamarla su mente no contemplaba que no lo cogiese, ni que estuviese apagado, ni que saltase el buzón a los cuatro tonos, ni que ella lo mandase a la mierda antes de decir hola. Su cuerpo aprovechó que él estaba fuera de sí para buscar su número en la agenda y apretar el botón. De haber estado dentro, habría entendido que no podía hablar con alguien que había dejado de existir desde hacía tiempo. Sólo quedaba de ella su pijama, doblado junto a sus camisetas de estar por casa, y un par de condones que no llegaron a utilizar. O tiraba todo a la basura, o se quedaría anclado, en el olor del pijama y en masturbaciones deluxe.
Al escuchar el primer tono, con un gesto que quiso ser ágil cortó la llamada. Y un segundo después de cortar la llamada se arrepintió de haberlo hecho. Ahora quedaría su llamada perdida en el móvil de ella, y eso lo situaba a medio camino entre rebajarse a llamarla y tener las agallas de hacerlo. Esa llamada perdida le otorgaba el honor de ser el paradigma de la estupidez, un modelo a seguir.
Se la imaginaba riéndose a carcajadas mirando la llamada perdida, compadeciéndose de él, compartiendo el ridículo gesto con todas sus amigas. O bien ignorando su móvil, sin acudir si quiera a ver quien está al otro lado de la llamada perdida. Pensó que quizás ya había borrado su número de la agenda de contactos, y sabía bien que nunca devuelve una llamada a números extraños. También se planteó la posibilidad de que ni si quiera se hubiese planteado borrar su número de su agenda, y eso sería un síntoma inequívoco de que había rehecho su vida y no le hacía falta borrarle de ningún sitio, porque nada que él pudiera hacer tendría efecto sobre ella. Terminó imaginando su móvil con una llamada perdida en el fondo de su bolso, sin que lo hubiese escuchado. Desatado por el delirio, imaginó que estaba en un bar y la música era demasiado fuerte, y que por eso no lo había oído. De hecho, tenía el convencimiento de que el volumen era tan alto que ni si quiera escuchaba lo que le decían sus amigos. O que no escuchaba lo que le dice un amigo, uno en concreto. No podía escuchar a su amigo de la infancia, Pablo, aquel que la entendía tan bien, que siempre estuvo ahí cuando lo necesitó, aquel que nunca olvida su cumpleaños… Estaban hablando muy cerca el uno del otro, al oído. No pudo soportar la idea y la llamó de nuevo, esta vez con intención de que escuchase el móvil en el fondo del bolso y lo cogiese. No se arrepintió esta vez de llamarla. Ella lo cogió después del tercer tono:
“Escúchame bien, Paula, dile que deje de hablarte de esa manera al oído.”
miércoles, 15 de octubre de 2008
El parto
Aquí os presento a mi hijo: el hombre lesbiano.