Con una mano cerró la puerta, y con la otra desabrochó su cinturón y el primer botón del pantalón. Al mismo tiempo levantó la tapa del váter con la punta del zapato, y comenzó a mear antes de que su pene apuntase a la dirección correcta. El papel que descansaba seco a orillas del agua turbia no tardó en humedecerse, y resbalar hasta el fondo. Aquello olía fuerte. Era un olor que procedía desde lo más profundo de las entrañas, como si al salir hubiese removido rincones obviados por su organismo. Y sentía un primitivo placer, que provocaba que todo su vello corporal se erizase, desde el coxis hasta su nuca.
Salía constante en la presión, provocando un maremoto dorado en la superficie de agua turbia. Apretó las nalgas, para ver si así conseguía que saliese con más presión. De su pene comenzó a salir un géiser de bolsillo. No podía creer que todo el líquido que contenía estuviese saliendo por fin. Paralelo al potente chorro se derramaba un constante goteo que caía en picado, gotas que caían por su propia cuenta. Pasaron los minutos, y no cesaba, y se apoyó con la mano que le quedaba libre en la pared de azulejos que fueron blancos, con la cabeza gacha.
Pasaron las horas, y empezó a sentir que las piernas se le estaban quedando dormidas, y que su espalda empezaba a encorvarse. Su cuerpo encontró singularmente una postura cómoda. Tuvo mucho tiempo para pensar, todo el tiempo del mundo. Y pensó en Alfonsina, que lo esperaba en la barra, congelada en mitad de una conversación. Toda la noche parecía salida de un guión de cine, pero Alfonsín era tímido, y se sentía sobrecogido. Quería expulsarlo todo, y que cesase el tremendo revuelo que tenía lugar en su estómago desde hacía semanas.
Por fin lo expulsó. Escurrió las últimas gotas. Al salir del servicio sintió frío. No había ni rastro de la música, ni un solo eco. Uno de los camareros accionaba el lavavajillas, el otro secaba las copas con un trapo viejo. Preguntó si no habían visto por allí a una chica con el pelo corto que vestía jersey rojo de cuello alto. Se limitaron a responder que hacía una hora que habían cerrado, y que debía abandonar la sala. Alfonsín notó como una última gota le mojaba el calzoncillo, y se marchó a casa.
Mientras cruzaba la puerta que daba a la calle, Alfonsina se entretenía en el servicio de chicas, quitando bolitas a su jersey rojo. El cuello alto empezaba a agobiarla. Tenía entumecidos los muslos. La meada de Alfonsina, sempiterna, irritaba su vagina después de horas de humedad. Parecía no tener fin, pero su imaginación sí.
domingo, 19 de julio de 2009
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